Una vez me enamoré, durísimo. Rob, el tipo de High Fidelity,
me lo recuerda, siempre.
La verdad es que nunca nos entendimos, él es un sureño con
raíces familiares en Xochimilco. Estudió en la ENAP (más sureño que Ciudad
Universitaria, beibi) y cuando le dije dónde vivía yo, no supo dónde señalar en
el mapa del DF.
Nunca me lo dijo, pero sé que sintió terror (y fascinación)
cuando escuchó la frase salir de mi boca: “mi familia es de Tamaulipas”. Cuando
su primo osó contradecirme, le aclaró: “cuidado, es de Tamaulipas”.
Como buen niño de casa que se rebeló en la adolescencia, ir
al sur era su sueño: vagabundear en Chiapas, desnudarse en las playas de Oaxaca
y fotografiar las ruinas arqueológicas de la península yucateca. Y lo hizo, no
conmigo obviamente, pues yo siempre hablaba de ir al desierto, visitar las
ciudades de la frontera e ir cada vez más al norte del hemisferio.
Estábamos un poco obsesionados con los libros, la música y
los libros de música. Hablábamos de eso el 90% del tiempo. De hecho, nuestra
primera vez juntos fue minutos después de que le regalé la autobiografía de su
banda favorita (The Clash) que le traje desde Inglaterra. Si sí lo quería…
…bueno, él me regaló un cómic de Pulp, que aún conservo.
Éramos igual que Rob. Nos obsesionábamos al poner canciones
en la rockola de aquel bar espantoso de la Glorieta de Insurgentes. Me acuerdo
de su cara cuando escogí Fascination Street de The Cure: mi canción favorita de
su otro grupo favorito. A ese tipo de detalles le dábamos importancia.
Como toda relación norte-sur, al final no nos entendimos;
traducción: él prefirió a una sureña. Mi condición norteña fue muy complicada
para su templanza sureña. Teníamos el mismo par de tenis (los Samba de Adidas),
pero él nunca los usaba y yo nunca me los quitaba. Hasta en eso éramos
diferentes.
El norte que nunca entedió.