Hija de una pareja divorciada (hasta en eso mi familia ha
sido muy moderna, se divorciaron cuando era impensable que una pareja casada se
separara), mi mamá creció en Matamoros, un lugar nada prometedor. Era (y es)
una ciudad fronteriza cuya única función era (y es) ser un paso hacia el otro
lado, hacia Estados Unidos. Nadie se queda en Matamoros.
El papá de mi mamá, cuya actividad profesional era ser
errante, la presionó para que siempre fuera a la escuela. Un poco a
regañadientes lo hizo, pues ese mismo hombre que la encaminaba, le exigía que
se hiciera cargo de la casa: que lavara trastes, cocinara, trapeara y cuidara a
sus 3 hermanos pequeños.
“Imagínate si me hubiera quedado en Matamoros”, de vez en
cuando me recuerda. Las únicas opciones eran: casarse y tener hijos o
estudiar y tal vez irse.
Fue a la Normal de Maestros de allá, pues era la única
opción de estudio para una mujer en una ciudad de la frontera durante la década de
los 60 (¿el movimiento estudiantil del 68?, “allá no nos llegaban esas
noticias”, me dice). En su último año, alguien de la Dirección Escolar
preguntó: “¿quién quiere hacer su servicio en otra ciudad?”. Levantó la mano
sin pensarlo dos veces pues representaba su boleto de salida sin regreso.
La mandaron a Pinal de Amoles, un pueblo minero de
Querétaro. Ahí empezó su vida laboral como maestra y también inició el camino
amoroso al lado de mi papá.
A veces me platica historias de ese lugar misterioso, Pinal
de Amoles, y es que hasta el nombre me suena a nostalgia. Una vez lo visité,
entre montañas y, oh sí, pinos. Hay niebla la mayor parte del tiempo y cuando
hay sol, quema la piel. No me resulta extraño que la gente se enamore ahí.
Me cuenta de cuando tenía que visitar la casa de algunos
padres de familia para convencerlos de que mandaran al niño a la escuela y no a
trabajar, de la pareja de ancianos que la hospedó, era una pareja sin hijos (no
pudieron tenerlos), de la primera vez que vio una ofrenda en el Día de Muertos
(“Entré a la casa y pensé: ¿quién se murió?”, me cuenta entre risas porque eso
no se acostumbra en el norte) y de cómo era la interacción con los militares
que cuidaban el pueblo.
En esas historias de Matamoros, siempre hay dos personas que
acompañan a mi mamá: Nancy y Nico. Nancy fue compañera de la Normal y desde
entonces son amigas. A Nico lo conocieron después, con un cartón de chelas en
el hombro.
Nancy y Nico se casaron y desde entonces están juntos.
Alguna vez Nancy Jr., hija de Nancy Sr., nos platicó que Nico puso primero los
ojos en mi mamá. De haber sido así, yo no estaría aquí. Nunca hubiera
funcionado, a mi mamá no le gusta presionar gente. Nancy sacó a Nico de la
bebida.
Me encanta visitarlos cuando voy a Matamoros (sí, ellos
regresaron a la frontera, pues la familia de Nancy vive en el otro lado,
Brownsville, y ella tiene la nacionalidad americana por su papá), son risueños
y hablan fuerte, como buenos norteños. Nancy se ríe cuando viene al DF y la
gente piensa que está enojada sólo porque habla fuerte. Siempre me siento bienvenida
en su casa llena de tortillas de harina.
Mamá
está ahora con ellos, pues Nico tuvo un problema de salud y ahora necesita
terapias de por vida. “Y sólo es un año más grande que yo”, me cuenta un poco
afligida. Aún no me platica a detalle cómo está Nico, cómo está Nancy, supongo que
lo hará ahora que regrese de aquella ciudad de la cual huyo hace 40 años.
Como si no supieras que estás en la frontera. Por gs_laura