domingo, 8 de noviembre de 2015

Mit den Wölfen kämpfen

Escribí este pequeño texto sobre el rancho en Jaumave para mi clase de alemán (ustedes disculparán lo arcaico, ya casi termino los niveles básicos).

Fast mein ganzes Leben habe ich in Mexico-Stadt gelebt. Die U-Bahn, die Hochhäuser und der Zement sind gewohnt für mich. Als ich zum ersten Mal auf dem Bauernhof von meiner Familie war, war ich überrascht. Ich habe sie besucht, aber ich war noch ein Kind. 

Der Bauernhof ist in Tamaulipas, die Natur ist schön: die Berge sind sehr hoch. Es gibt viele Nussbäume, weil sie sie säen. Die Hunde sind schmutzig, aber sie sind nötig, weil sie in der Nacht mit den Wölfen kämpfen. In der Stadt sind die Hunde sehr verwöhnt. Hier vermöhnen die Leute die Pferde, sie sind wie die Hunde der Stadt. 

Estos son algunos de los guardianes.

Ich habe mich geekelt, als ich gesehen habe, wie sie Hühner geschlachtet haben. Das war eine neue Erfahrung, weil wir in der Stadt nicht sehen, wie sie die Tiere töten, die wir essen. Deshalb vergesse ich nicht meine erste Reise zum Bauernhof.

 Bien peinados.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Casi nos levantan

Después de este recorrido por la naturaleza, hicimos escala en el rancho para recoger atole y tamales preparados por la mamá de Nch (esposo de tía M). Como no quisimos quedarnos a dormir, mamá, tía M y yo emprendimos el camino de regreso a Cd. Victoria, un camino que, gracias a una reciente autopista entre las montañas, se hace en una hora. 


Ya casi oscurecía, hecho que en Tamaulipas significa: guardarse. Pero pensamos que podíamos llegar a buena hora a Victoria. Mi tía M manejaba, yo de copiloto y mi mamá vivía la tranquilidad de ser pasajera (I like the peace in the backseat). Los levantamientos en el estado se han extendido, no sabemos cuánta gente es enterrada sin nombre, muerta sin duelo, desaparecida a la fuerza. Simplemente no lo sabemos.


Llegamos a la desviación. Tía dio la vuelta para tomar el camino hacia Victoria, pero se orilló demasiado. Cuando sentí el movimiento extra, volteé para tratar de identificar porqué había dado la vuelta tan abierta. Escuché que dijo: ay Y. A un costado, vi un carro y alcancé a ver al copiloto con un arma apuntando al cielo. Nos detuvimos en la orilla, dos de los tres hombres se bajaron, se pararon a un lado de la camioneta y nos dijeron que nos bajáramos. No dudé en quitarme el cinturón, desabrochar el cinturón a tía y decirle que bajara, no dudé en abrir la puerta, bajarme, abrir la puerta de atrás, ayudar a mi mamá a bajar y cerrar la puerta. Dejé a mi mamá parada y me acerqué a la ventana del copiloto para escuchar a mi tía, quien ya se había bajado también, decir: llévatela, ahí está, llévate la camioneta.


Recuerdo ver hacia la vegetación a orilla del camino y preguntarme: ¿si corro y me escondo? Pero no podía irme sola. Cuando uno de ellos se llevó la camioneta, recuerdo que sólo pensé: si nos van a matar, que sea a las tres; si nos van a levantar, que sea a las tres; la idea de separarnos me pareció la peor opción. Vi el cielo azul oscuro lleno de estrellas, al menos quería tener una imagen sublime en mi cabeza.

Estábamos las tres paradas, lo más cerca una de la otra, apenas alumbradas por la luz del carro. El copiloto ya se había subido al coche. Todos nos vamos a morir algún día, pero no quería que ese día fuera ese día, y no lo fue. El copiloto nos preguntó: ¿a dónde iban? No supe si contestar pero lo hice: a Victoria; “súbanse, las llevamos”; y lo único que pude articular fue un no, gracias. Le dije gracias a ese hombre que no sé qué lo orilló a cometer ese tipo de acciones. Le dije gracias porque así fue como me criaron. Ante la negativa, aceleraron hasta que los focos rojos del coche desaparecieron. 

Nos quedamos a un costado del camino y, entonces, sentí miedo. Todo pasó en menos de 5 minutos que no tienes tiempo de nombrar los sentimientos, pero en ese momento sentí el miedo: ¿qué tal si regresaban, si llegaban otros, si los coyotes bajaban de la montaña, si teníamos que caminar, si pasábamos la noche en la carretera? Un camión de pasajeros pasó, tía le hizo señas para que se detuviera, el chofer nos vio, pero no lo hizo. No lo culpó, no sé si yo hubiera hecho algo diferente. Mamá, entre lo fugaz del momento, confundió su bolsa con la bolsa del atole, al menos teníamos eso. Recordé que alcancé a tomar mi bolsa, en ella estaba mi celular. Le marqué a mi querida prima V, traté de hablar lo más calmada posible para decirle que estábamos bien, pero algo había pasado. En lo que llegaron por nosotras, sólo nos quedó esperar en la oscuridad y vi el cielo oscuro, y no fue la última vez que lo vi. 

 Apenas empieza a ponerse el sol y la oscuridad llega.

domingo, 25 de octubre de 2015

Lejos y cerca del desierto

Tamaulipas no es un estado conocido por su abundancia natural (automáticamente lo asocian con y sólo con el desierto), ni por sus playas vírgenes, hoteles ecofriendly y todos esos calificativos que usan quienes buscan un encuentro con la Naturaleza: un encuentro mainstream porque Ella no tiene nada que ver con eso.

Una vez me dieron un tour por las montañas (parte de la Sierra Madre Oriental) que rodean Jaumave. El paisaje cambia del desierto (no un desierto extremo, he de aclarar) a una vegetación tupida, árboles de diferentes verdes y hoja gruesa que, vistos desde arriba, se asemejan más a una selva que a un bosque.

Ver y sentir, es lo único por hacer frente a Ella.

Para llegar a esta área, fuimos por caminos serpenteados entre la Sierra. Apenas se abrió el camino para los coches, son dos carriles tímidos (uno de ida y otro de regreso).

Ella reclama lo que le fue robado. 

Mientras subíamos, vi casas levantadas (contra cualquier posibilidad) a orilla del camino, con materiales básicos como láminas, madera y paja. Espacios diminutos que tienen, como entrada, un camino de tierra trazado con pasos y cercas de alambre del lado de la carretera, pero no del lado que da a la montaña, porque ¿para qué delimitar ese acceso?

Llegamos casi a la cima de una montaña, donde hay un intento de mirador, que en lenguaje mexicano significa: nos orillamos en un pequeño espacio entre el cemento del camino y el inicio de Ella. Los árboles se extendían por kilómetros, como una selva que es un bosque en una zona desértica

Si eres afortunado, te sientes parte de Ella.

Después de recordar nuestra pequeñez frente a Ella, empezamos el descenso y el regreso al rancho en Jaumave.

viernes, 16 de octubre de 2015

Tips de viaje: retenes en Tamaulipas

Desde pequeña recuerdo los retenes en las carreteras de Tamaulipas. No es nuevo, aunque el número ha aumentado y el procedimiento también lleva más tiempo.

Cuando hacíamos el viaje del DF a Matamoros en coche, con mi papá al volante, apenas nos detenían en los retenes. Seguramente la lógica de “es una familia” tenía algún significado para el cuerpo militar. Si acaso le preguntaban a mi papá cuál era nuestro destino final, si no, sólo hacían la señal internacional de “siga avanzando, no se detenga”. Eso era todo, no había más por hacer. Ahora existen diferentes modalidades.

Hay un control militar cerca de Jaumave (rumbo a Ciudad Victoria), dos o tres soldados se paran a la mitad de la diminuta carretera (un carril para cada dirección). Es un puesto construido precariamente. Tal vez sea el único retén que posea la antigua modalidad de sólo preguntar y creer la respuesta. No siempre te detienen de día, pero desde que empieza a anochecer todos deben detenerse y contestar. Una vez pasamos de noche, mi tía y mamá iban adelante en una camioneta. Mi tía, al volante, le dijo al soldado que en el coche de atrás veníamos nosotras: mis primas y yo, para que no nos interrogaran tanto. Cumplieron la petición de una mamá, sólo nos sonrieron y aceleramos.

Control militar pequeño cerca de Jaumave.

Cerca de Tula existe otro retén que me recuerda la seguridad de un aeropuerto. Este siempre lo he cruzado cuando viajo en camión y de madrugada. El camión se detiene, un soldado revisa por fuera y otro (y a veces uno más) sube al área de pasajeros. Prenden las luces, a veces sólo piden credencial e interrogan a algunos sobre su origen y destino, otras piden que todos bajen con credencial en mano para una revisión de equipaje. Seleccionan algunas maletas y las colocan sobre una mesa similar a las del aeropuerto. Si fuiste seleccionado, tú debes abrir tu maleta, enseñar lo que hay dentro y cerrarla, los soldados no usan las manos, sólo los ojos. Si no fuiste seleccionado, sólo debes esperar en la fila. Hay mucha luz gracias a los postes gigantes y no hay pasto, sólo tierra. He sido seleccionada varias veces, nada extraordinario ha pasado, excepto una vez que se me resbaló de las manos la llave del candado de mi maleta. Pensé que los soldados me reprocharían algo pero no, me ayudaron a buscar la diminuta llave sobre la tierra seca.

El retén antes de llegar a Matamoros es el más cinematográfico: con torres no muy altas y soldados vigilando, ametralladoras grandes, postes con luz extra, camiones-tanques a los costados de la carretera y, mi favorito, fogatas gigantes. No hay nada más temeroso que el fuego en la nada oscura. Nunca me ha tocado bajar en este, pero los soldados revisan el camión y suben para ver a los pasajeros con una lámpara, preguntan a algunos, piden credenciales a otros y bajan. 

Es un proceso fugaz. Tal vez parezca algo complicado y terrorífico, pero en el momento, apenas es perceptible. Supongo así son fabricados los retenes, como algo simulado.

Tierra seca, caminos angostos, pero montañas de verdad.
 

domingo, 4 de octubre de 2015

El día que conocí San Fernando. Parte II

Al fin llegó nuestro anhelado camión (la primera parte la puedes leer aquí). Abordamos con la esperanza de que en menos de 10 horas estaríamos en Matamoros. Pero nos habían mentido de nuevo: un camión que va puebleando hace más de 10 horas.


Nunca había recorrido Tamaulipas de esa manera. Pasamos por poblados que ni mamá había escuchado. Gente subía, gente bajaba, vendedores subían con comida y los pasajeros bajábamos en los retenes (aquí puedes leer más sobre los retenes en Tamaulipas) para seguir la rutina militar.


El camión tenía tele. Nunca vi tantas películas de serie B. Recuerdo una donde una niña tenía como mascota a un hijo del monstruo del lago Ness en su bañera. Nos hicimos amigas de una señora que también tenía que llegar a Matamoros. Mis tías hablaban una y otra vez al teléfono celular para peguntarnos por dónde íbamos, como si supiera esas respuestas en el desierto, pero esa señora amiga conocía todas las respuestas. Ella me fue nombrando cada uno de los poblados, hasta que dijo: vamos a entrar a San Fernando.


Decir esa frase en ese entonces todavía no era sinónimo de terror (como ya lo es en este post), pero sí de su precuela: la desolación. El camión se desvió de la carretera principal por un camino todavía más angosto. Sólo recuerdo el polvo y el color amarillo, nada de vegetación, si acaso una que otra mancha verde-café detenida en el suelo. Nunca olvido las bancas de cemento con un pequeño techo a un costado del camino, y menos olvido a las personas sentadas en ellas, provenientes de poblados todavía más pequeños y alejados, esperando a que pase el camión a una hora aproximada.

 Banca de cemento.


Desde que soy pequeña voy a Tamaulipas y nunca habíamos parado en esa ciudad. No teníamos razón para hacerlo, sabíamos que era zona prohibida, donde no había nada.

Llegamos a la terminal de San Fernando y esperamos. Los choferes bajaron, lo consideré una buena oportunidad para fumar. Veía a mi alrededor y nunca vi una sola sonrisa, aunque tampoco había mucha gente. Un ambiente tan extraño, tan vacío. Fuimos el único camión en llegar, ninguno llegaba, todos se iban. Apenas 3 o 4 cajones para que se estacionen los camiones, una tiendita con comida chatarra, una gran puerta de cristal para ver hacia dentro de la pequeña terminal y no hay más. Llegó el momento de partir, subí y le dije a mamá: se siente perdido aquí.


Desde ese punto, el camino fue más rápido o tal vez avanzamos para dejar pronto esa zona. Salimos y, unas horas después, al fin llegamos a Matamoros para velar y enterrar al papá de mi mamá.


Nota: en ese funeral, vi por segunda vez a mi abuela (aquí puedes leer al respecto).

jueves, 1 de octubre de 2015

El día que conocí San Fernando. Parte I

Estuve sólo una vez. Poco tiempo, como una hora, fue suficiente para sentir que algo se desmoronaba en San Fernando. Aunque, en ese entonces, no imaginé que sería una ciudad fosa. 

Estuve en 2009 por razones familiares, puras casualidades unieron dos acontecimientos. El azar, aunque nuestra razón lo niegue, acontece.

Cr estaba por llegar a este mundo. La esperaban un viernes pero, a pesar de las inquietudes, el doctor mandó a todos (cuñada, hermano y mamá) de regreso a casa pues todavía no era el momento adecuado para iniciar el parto.


Entonces, los viernes salía temprano del trabajo. Mi plan de alcanzarlos en el hospital no se realizó pero, como mamá no recibió nieta, me invitó a comer. Nos vimos y comimos en Polanco, nos quedamos en la zona para caminar y ver los escaparates antes de regresar a casa. Cuando llegamos, el identificador de llamadas marcaba más de 5 llamadas del mismo número, un número de Tamaulipas. Mamá lo supo de inmediato: algo había sucedido. Regresó la llamada a su hermana, quien le platicó lo que, efectivamente, había sucedido: su papá, mi abuelo, había fallecido.


No fuimos cercanas a él (aquí un poco al respecto), pero teníamos que ir. Le avisé a mi hermano (futuro papá) tratando de dejarlo lo más tranquilo posible, pues eran muchas emociones para todos (un bebé en camino y una persona que se va). 


Mamá y yo nos fuimos a la terminal del norte, donde reina el caos desde el principio de los tiempos. Ya no alcanzamos el camión directo a Matamoros, ni siquiera a Ciudad Victoria. La señorita del mostrador me mintió y dijo: pueden llegar a San Luis y de ahí salen camiones cada hora rumbo a Matamoros. Acepté la oferta, no sólo me pareció la mejor, sino la única opción. 


Mientras esperamos nuestro camión, encendí un cigarro (entonces era fumadora) y mamá fumó. Nunca lo olvidaré, no porque me parezca terrible que fume, sino porque es sorprendente cómo un suceso te puede orillar a hacer algo que nunca habías hecho. Salimos a medianoche del DF y cinco horas después llegamos a San Luis Potosí tan sólo para descubrir que justo había salido un camión rumbo a Matamoros. Le llamaron desde el mostrador para preguntar si todavía podíamos abordar, pero el chofer dijo que ya habían salido a la calle. 


La mentira de la señorita del mostrador fue tan catastrófica que esperamos alrededor de 3 horas al siguiente camión, pues no salían cada hora como me había dicho. San Luis Potosí es una especie de frontera, ahí tienes que comer, ir al baño, abastecerte de comida, poner gasolina y verificar que todo esté bien porque pasando ese punto llega el Norte: desierto, caminos rectos interminables, calor, curvas pronunciadas entre montañas, frío, zonas deshabitadas, sin lugares para orillarse, la nada.


Pero ese sábado era tan temprano que la actividad en la terminal era nula. Mientras esperamos, recibimos la llamada de mi hermano para decirnos que Cr había llegado al mundo en la madrugada. La mayor alegría en ese panorama empedrado, aunque no vislumbré el significado de tener un bebé cerca, de ser tía.

El inicio del Norte.

Aquí puedes leer la parte II del texto.

martes, 29 de septiembre de 2015

Camino a San Fernando

Estuve leyendo el extraordinario trabajo que realizan las personas de Periodistas de a pie sobre San Fernando. Ese anuncio de lugar olvidado por nosotros, pero recordado por el narcoestado, tan olvidado que pocos conocen cómo ha ido desapareciendo su comunidad y creciendo las fosas en la zona.


El camino que llega a Matamoros no pasa por San Fernando, pasa a un lado. El camión toma una desviación para seguir de largo y continuar hasta la frontera. Es un recorrido que se debe hacer con luz: o al amanecer o antes de que anochezca. Una vez estábamos por llegar a esa zona antes de que saliera el sol y el camión se detuvo. Me asomé por la ventana y no vi retén ni a nadie al lado de la llanta (como si quisiera arreglar algún problema mecánico). El chofer nos dijo que debíamos esperar a que amaneciera para atravesar San Fernando.

 Paisaje tamaulipeco.


Pasar de noche es un no. Mi gente de Matamoros (puedes leer sobre ellos aquí), cuando pasa por ese trecho, también sigue una rutina de seguridad: primero: avisa a un ser querido, ubicado en otra latitud, que se está por pasar San Fernando y, segundo, acelerar, no detenerse hasta salir de la zona. El protocolo especifica que se debe realizar de día, de noche ni siquiera se pasa por ahí.

N me platicó que hace poco se les ponchó una llanta antes de entrar a la zona de temer, no traían las refacciones para hacer el cambio y la noche se acercaba. Tomaron la decisión de seguir avanzando, aunque fuera lento, pues dejar que oscureciera en esa zona no era opción. Así que habló a su hermana que estaba en Matamoros (paso uno de protocolo) y no colgaron. Todo el camino se mantuvieron con el teléfono en altavoz y avanzaron, aunque tuvieran una llanta desinflada (paso dos). La hermana lloró al otro lado de la bocina y la mamá de ellas, que también iba en el carro, rezó todo el camino.


Leer el trabajo que hacen en Periodistas de a pie me parece necesario, porque vivimos en un país de fosas clandestinas (y no tan clandestinas) y desaparecidos.

La luz cuando pasas San Fernando

miércoles, 2 de septiembre de 2015

La finitud de la vida o porqué me gusta Snapchat

En el inicio de los tiempos, todo era diversión en internet, entretenimiento e ingenuidad. Nada formal, hasta que todo se volvió muy serio. Las personas toman posturas políticas en Facebook, se organizan manifestaciones en Twitter, las empresas ven tu LinkedIn antes de contratarte. 
 
Supongo está bien, pero esa misma seriedad le quitó la espontaneidad a la red. Ahora todo está ahí para siempre, una vez que lo subes, no hay vuelta atrás. La eternidad. Ahora pensamos todos nuestros pasos digitales: analizamos cada post, editamos cada foto, crucificamos a quienes se equivocan. Tantos juicios y miedo a que nuestra popularidad descienda. Todo lo cuidamos, extremamos precauciones, hasta esa nueva especie llamada CM se autodenomina “curadores de contenidos digitales”. Así cómo hacen los mismísimos curadores en los museos. Y cómo olvidar a mis favoritos: esos puritanos del lenguaje que se dedican a corregir los post ajenos, correctores de estilo sin cobrar.

Pero alguien vio la luz y creó Snapchat. Al fin alguien entendió la naturaleza de internet: foto que mandas, foto que desaparece, video que subes, video que se destruirá en 5, 4, 3, 2, bye. Esa ambición humana de luchar contra nuestra finitud y de querer que cada momento permanezca, ja. Nada es para siempre y Snapchat comprendió lo efímero de internet… y de la vida. (Ok, nada es tan bueno para ser verdad. Pueden tomar foto de pantalla antes de que desaparezca o bajar el contenido a su teléfono celular, pero tienen segundos para hacerlo).
 
Me encanta que nos despedimos del egocentrismo en su expresión bruta. No hay nada de esas cosas del diablo de likes, RT, corazones, comentarios. Adiós a los tormentos. Sólo tú puedes ver tus vistas. Despídete de subir tu mejor selfie y buscar la aprobación del público. Ni siquiera importa cuántos amigos o seguidores tienes.

Fantasmita: gslaura984

Sí, hay cosas importantes en la vida, pero ¡no lo quiero postear! Lo que quiero es subir fotos de cómo quedó mi maquillaje, antes de que las amigas malvadas me destruyan. Lo que quiero es sextear sin testigos. Lo que quiero es presumirle a mi amigo que está a dieta la hamburguesa gigante que comeré. Es contenido sin mayor trascendencia, que ni siquiera ocupará espacio en la memoria, ni del teléfono celular ni mía.

Contrario a ese afán de postear lo bella que es la vida y producir y editar y buscar una frase aspiracional sólo para subir una foto a Instagram, en Snapchat te puedes resistir y ser más honesto, más inmediato, incluso ¡más feo! Al principio, ¿internet no se relacionaba más con esto?

La TV so last century y Twitter es mi refugio ante lo arcaico de ver anuncios en la tv. Normalmente me gusta ver las premiaciones y estar en mi TL para aguantar la transmisión. Pero imaginen la pesadilla de leer un tuit, abrir el link y pasar cada una de las 186 fotos que consideran importantes. Hola 2015 y sólo tuve que abrir MTV en Snapchat y en menos de 3 minutos me enteré de todos los chismes de los VMA. Sí, así de superficial puedo ser.

Al principio me sentí culpable de que me gustara una app para millennials, pero luego leí este post y dejé de confesarme por usar Snapchat. Me gusta que lo limitado de la vida esté en un medio inmediato de internet.

jueves, 27 de agosto de 2015

Cómo llegar a la frontera

¿Cómo llega uno al norte? Mejor aún, ¿cómo llegó la gente hace 70, 80 años a la frontera? Esto de buscar (desde coordenadas sureñas) la frontera para cruzar el río y tener una vida más es un fenómeno de antaño.


La historia de mi familia no es muy diferente. Mi bisabuela tuvo a dos de sus hijos (mi abuelo y S) en Salamanca, Guanajuato, antes de ir a Tampico. 


Instalados en Tampico, nació L, hija de un papá diferente. No sé si por eso no es muy mencionada en las anécdotas de la familia. Siempre hablan de ella con reservas y pocas veces sobresalen buenos comentarios. Mi abuelo no la veía bien porque era demasiado feliz para su gusto. Mamá la recuerda como una mujer que disfrutaba bailar, “bailaba en todas las fiestas populares y bailaba muy bien”.


Supongo que la separación entre los hermanos empezó desde entonces. L fue la primera en irse a la frontera. Su primer trabajo fue en un cabaret de cocinera, según mi abuela materna, que no sé si lo dijo así para guardar un poco el pudor. Conociendo un poco la noche de Matamoros, no es sorprendente que esos lugares que sólo abren cuando desaparece el sol sean grandes fuentes de trabajo.


La siguió S, quien ya tenía varios hijos y nada que extrañar en Tampico. Mamá siempre se refiere a la vida pre-frontera de su papá y tías como un periodo difícil, “no vivieron, sobrevivieron”. Las dos medias hermanas ya estaban en Matamoros, mi abuelo esperó un poco antes de ir al norte. 


Durante ese tiempo empezó el auge del algodón en ambos lados de la frontera. Con más confianza en la zona, L empezó a cruzar el río "por las piedritas" para trabajar en la pizca de algodón

El Bravo enrejado. Foto por gs_laura.

Poco a poco alcanzó las condiciones suficientes para arreglar sus papeles y vivir en Brownsville con todas las de la ley (su hija ya nació con pasaporte americana). Después S migró, legalmente con todos sus hijos, al sueño americano.

Entonces, todo empezó con L, una tía abuela poco reconocida en la familia. La primera que nació en el norte y quien persiguió esa coordenada durante su vida. Gracias a ella norteños somos.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Tuve una bisabuela

Hoy, por primera vez, conocí a mi bisabuela. Hasta me cuesta escribir la palabra: bis-a-bue-la. Nunca me había preguntado sobre mis bisabuelos, si acaso he preguntado sobre mis abuelos que, en el mejor de los casos, apenas conocí.


Practico una nada honrosa tradición de decir: “el papá de mi mamá” o decirle a mi mamá: “tú mamá” para referirme a mi abuela. Decir la oración “mi abuelo es o hizo tal”, no, nunca. Son extrañas para mí esas palabras y mucho más esas relaciones familiares. 


A mi abuelo materno apenas lo conocí. Me regalaba libros de su biblioteca personal cuando lo visitaba, siempre imaginé que lo hacía para desocupar espacio de su apretado, desordenado y sin aire acondicionado hogar (es que una casa en Matamoros sin clima no es casa habitable).


Mi abuela materna todavía vive, pero la he visto dos veces en mi vida: una vez que mi tía A (prima de mi mamá) me llevó, en contra de mi voluntad, a conocerla. Recuerdo sus palabras más o menos: tienes que conocerla, es tu familia; como si fuera una obligación. La segunda vez fue en el funeral de su exesposo, el papá de mi mamá, “mi abuelo”. No sé mucho de ella, sólo sé que dejó a mi mamá y tíos de pequeños y que tuvo un hijo diabético con su segundo esposo. 


Mis abuelos paternos ya habían desaparecido de este mundo cuando yo aparecí en él (ahora que estoy leyendo a Merleau-Ponty tengo sus conceptos pegados). Sólo los conozco detenidos en el tiempo en blanco y negro.


Así que no, no supe lo que significa ser nieta. Cuando veo cómo mis sobrinas adoran estar con su abuela (mi mamá), alcanzo a entender un poco lo que me perdí. Me tocó no tener abuelos. Sí, me queda una abuela, pero el tiempo para conocerla has come and gone, el lazo sanguíneo no me es suficiente y, además, ella tiene a sus propios nietos. 


Esta condición no me permitía imaginar quiénes estaban antes, conocer a mis bisabuelos me parecía extravagante. Pero hoy me apareció una foto de mi bisabuela, gracias a mi tía M.

 Sé que a mi hermano C le gustará la foto, porque él también es guitarrista.
 
Se llamaba Ana María González. Cuando le pregunté a Y si la conoció, me dijo: “uuuuyy, no, ni cómo”, pues el papá de mi mamá (hijo de mi bisabuela) casi fue huérfano. Unos dicen que era de Tampico, otros de Guanajuato. Investigaré, pero hoy no importa de dónde viene, sólo importa que tengo una pieza más para saber de donde vine.

martes, 11 de agosto de 2015

Comunicólogos o filósofos

De nuevo a replantearse horarios cotidianos y hacer más espacio para la lectura intensa de filosofía. Adiós a la frase “me gusta leer”. Puritanos de la lectura no se espanten, amo leer, pero cualquiera que haya leído filosofía sabe que hacerlo es un dolor de cabeza, a menos que leas a Nietzsche, y eso cuando está de buenas.


Esa actitud crítica que desarrollas cuando lees Filosofía, poco o nada sucede cuando estudias Comunicación. ¿Por qué habrá tantas crisis existenciales en este sector? No hay muchos cuestionamientos, al menos en mi rama comunicóloga. Todos se alarmaron con la duda sobre que pasará con las publicaciones impresas y el periodismo en época digital. Algunas editoriales desaparecieron, otras cambiaron, mucha gente sin empleo y comunicólogos sin saber qué hacer. No los culpo, been there, done that.

 ¿No les gustaría crear cómo lo hace la naturaleza? Imagen por gs_laura.


Ahora parece que se abrió un abanico de oportunidades con el Social Media. Todas las marcas y empresas quieren su Community Manager y muchos corren hacia ese campo de trabajo, aunque nadie sepa para qué. Hace poco tomé un curso con comunicólogos. Fue raro convivir de nuevo con ellos como estudiantes, había olvidado cómo eran, me he acostumbrado a mis compañeros-intensos-veo problemas en todos lados-filósofos.


Para bien, y para mal, todo lo veo desde el punto de vista filosófico, y este taller lo veía desde el punto de vista ontológico (ya sé, qué pesadilla). Quería definir conceptos de Social Media y porqué eran así, hablar sobre nuestro papel de periodistas en la era digital, el ser del Community Manager y temas bien clavados. Los primeros días me preguntaba: ¡¿por qué nadie habla de eso?! Hasta que acepté que estaba con comunicólogos.


Sé que el taller no iba sobre eso, pero valdría la pena cuestionarnos de vez en cuando. De otra forma, sólo estamos esperando la próxima crisis y, peor aún, animamos comportamientos cuestionables en la red, como el egoísmo (hola gente que vive de los selfies) o los hacemos creer que tienen algo que decir y que lo queremos escuchar. En conclusión, pura cultura del yo, que es justamente lo que la Filosofía me ha ayudado a rechazar, entre otros sencillos asuntos. Pero claro, un “intelectual” como Umberto Eco dijo esta obviedad y todos los comunicólogos se maravillaron. ¿Neta? Mejor lean a Wittgenstein o Deleuze. Ya se me había olvidado que los estudiantes comunicólogos rara vez se cuestionan algo de manera universal (sorry not sorry).


No niego mi origen comunicólogo, a veces me da pena pero desde la carrera me causa conflicto. Curiosamente, no me arrepiento, sólo creo que debería haber más reflexión en la carrera de Comunicación. Me acuerdo que quería hacer Filosofía de la Comunicación cuando estudié Comunicación, y sólo tuve una clase sobre el tema, aunque en otras universidades ni siquiera eso.

 Creemos que está para nosotros. Imagen por gs_laura.

Apoyo la idea de que esta carrera se debe fragmentar (o al menos replantearse). Pensé que seguiría esa tendencia, pero hace poco vi que mi ex querida universidad y un par más recién estrenan una carrera de Estudios Humanísticos (o algo así). Me suena a que estudiar Humanidades (así, en general) es el nuevo “quiero estudiar Comunicación”. No me gusta mucho la especialización académica, pero ¿Humanidades así nomás?

miércoles, 5 de agosto de 2015

Y nunca regresó a Pinal de Amoles

Me cuenta que en mero Pinal la situación escolar era un poco menos problemática. Curioso es que había (o hay) una escuela de monjas y que, en ese entonces, tenía más alumnos que cualquier escuela federal de la zona. Pero, ¿quiénes iban a una escuela privada? Ah, pues los hijos de los dueños de las minas (es zona minera, he ido a Pinal sólo una vez, recuerdo a señores caminando sobre calles empedradas con la ropa machada de negro, al igual que la cara y manos, algunos todavía con sus cascos puestos); también los hijos de los capataces (qué palabra, me suena tan época colonial, pero todavía se usa).

Esto está situado en 1971, 1972 y 1973. Mi mamá se fue y no regresó hasta 1995. Fueron más de 20 años de no ir a Pinal de Amoles, un lugar que cambió su vida: representa el escape de Matamoros, la separación de su papá (sólo lamenta haber dejado a sus hermanos) y el inicio de su familia (ahí conoció a mi papá), además de su primer trabajo.

Espero convencerla de ir pronto, pues siempre se niega. Le cuesta recordar detalles de esos años, porque cuando se fue de ahí no dio vuelta a la hoja, sino que la arrancó del cuaderno y la tiró. Supongo que vivir entre la sierra en esas condiciones no es algo que uno quiera repetir y que poco o nada tiene que ver con la vida hippie que nos imaginamos o con una zona que está bajo los reflectores que hasta turistas recibe.
 
Quiero ir y ver las montañas. Caminar, ver la capilla y las casas entre la sierra. Hablar con la gente, tal vez alguien recuerde los nombres de mis papás.

martes, 28 de julio de 2015

¿Narcotráfico en Pinal de Amoles?

En su segundo año (puedes leer sobre el primero aquí), la cambiaron a otro rancho llamado Epazotes Grandes. Aquí ya no dormía en el cuarto donde daba clase, perdón, en la escuela, pues una pareja de viejitos la hospedó en su casa. La señora se llamaba Doña Refugio Gudiño Yánez o Yánez Gudiño (ya no se acuerda) y, según, eran los poderosos de ese rancho, dueños de varias parcelas. Los viejitos no tuvieron hijos, así que el derroche de comida se daba entre los invitados, como mi mamá. Recuerda con especial antojo el café que hacía la señora.

Los padres de los alumnos vivían de lo que sembraban en su tierra. Entre eso que sembraban también había mariguana que cuidaban para los narcos. Era lo que escuchaba entre pláticas y este cultivo de encargo era lo que realmente les dejaba. 

Oh sí, antes del sexenio calderonista ya había narcotráfico (aunque muchos mexicanos no supieron de su existencia hasta que la guerra contra el narco se desató). Por lo mismo, y entre otras cosas, había militares en Pinal para cuidar los ranchos y las minas. Ella recuerda a Guillermo Moreno Serrano, en ese entonces Subteniente, o al menos así le decían. 

No tiene nada que decir sobre él. Se acuerda que, por orden del Subteniente, los soldados recogían y acompañaban a cada maestro para que cobraras su quincena, es decir, lo escoltaban de la respectiva ranchería a Pinal y de regreso. Se ríe cuando me dice que también los soldados tejían sentados sobre la banqueta bajo las órdenes del Subteniente para que no se emborracharan ni cayeran en otras tentaciones. 

Ese tal Guillermo llegó a ser General y falleció hace poco. Me acuerdo que Nancy habló para decirle que leyó en el periódico sobre la muerte del Subteniente. “Él nos enseñó a disparar”, ¿a disparar?, “sí, a usar un rifle”. 
Tienes que aprender cuando vives en la sierra.

Ahora que lo reflexiono, que cotidiana puede llegar a ser la vida en la ciudad.

jueves, 23 de julio de 2015

Maestra en Pinal de Amoles

Mi mamá llegó a Querétaro desde Tamaulipas, junto con otras cuatro recién egresadas normalistas. Ahí la mandaron, ahí le tocó, no había opciones, era la condición para ser maestro.

Estuvo 2 años en Pinal de Amoles, pero no en la cabecera municipal, no corrió con tanta suerte. Primero estuvo un año en un rancho llamado Epazotitos. Ser maestra en una zona urbana era algo muy lejano, antes tenía que dar clases en una ranchería

Para llegar a Epazotitos desde Pinal tenía que caminar dos horas entre la sierra: subir el cerro y luego bajar, “me bajaba corriendo, se me hacía más fácil”. No había caminos marcados, si acaso veredas, pues circular por la zona era una actividad extraña.

Como era muy difícil llegar al lugar de trabajo, dormía en la escuela entre semana y los viernes en la tarde regresaba a Pinal. Cuando escribo la palabra escuela me refiero a un solo salón, donde se daba clases a todos los niños, de primero a sexto. En la parte posterior, había una cama, donde dormía el maestro o la maestra en turno. 

“Me aseaba y bañaba con el agua que calentaba la gente de por ahí. Cuando no había agua o ya no aguantaba, me regresaba a Pinal, aunque sabía que al día siguiente tendría que caminar 2 horas para llegar a la escuela”. Entonces dormía en el lugar donde trabajaba, en el cuarto donde daba clase y tenía su cama. “Las primeras noches no dormí, por el frío y el miedo”. 

Cuando escribo rancho o ranchería no me refiero a una granja o algo similar. Sino a la comunidad que vive más o menos cerca de la escuela (el salón/dormitorio) y la pequeña capilla, ambas construcciones son el epicentro de la ranchería. Las casas están repartidas entre la sierra, más o menos cerca, a una distancia de 20 minutos mínimo caminando entre una vivienda y otra.

Para conseguir material, tenía que insistir al supervisor  del municipio para que enviaran libros, mientras que los lápices a veces los compraba cuando iba a la ciudad de Querétaro, “si acaso íbamos una vez al mes”. Algunos niños llevaban alguna libreta toda arrugada y un pequeño morral. Si alguno quería ir a la secundaria tenía que mudarse a Querétaro. El concepto de escuela pública no aplica para todo el país. 

Mi papá, por su trabajo, tenía que visitar cada una de las rancherías de la zona. Si había camino, usaba la camioneta, si no tenía que caminar sobre veredas y caminos inexistentes entre la sierra. A veces alguien le prestaba un caballo. Qué imagen, mi papá cabalgando entre la montaña. Y uno tan pinche citadino que es.

miércoles, 15 de julio de 2015

Huida de Matamoros

Hija de una pareja divorciada (hasta en eso mi familia ha sido muy moderna, se divorciaron cuando era impensable que una pareja casada se separara), mi mamá creció en Matamoros, un lugar nada prometedor. Era (y es) una ciudad fronteriza cuya única función era (y es) ser un paso hacia el otro lado, hacia Estados Unidos. Nadie se queda en Matamoros.

El papá de mi mamá, cuya actividad profesional era ser errante, la presionó para que siempre fuera a la escuela. Un poco a regañadientes lo hizo, pues ese mismo hombre que la encaminaba, le exigía que se hiciera cargo de la casa: que lavara trastes, cocinara, trapeara y cuidara a sus 3 hermanos pequeños.

“Imagínate si me hubiera quedado en Matamoros”, de vez en cuando me recuerda. Las únicas opciones eran: casarse y tener hijos o estudiar y tal vez irse. 

Fue a la Normal de Maestros de allá, pues era la única opción de estudio para una mujer en una ciudad de la frontera durante la década de los 60 (¿el movimiento estudiantil del 68?, “allá no nos llegaban esas noticias”, me dice). En su último año, alguien de la Dirección Escolar preguntó: “¿quién quiere hacer su servicio en otra ciudad?”. Levantó la mano sin pensarlo dos veces pues representaba su boleto de salida sin regreso.

La mandaron a Pinal de Amoles, un pueblo minero de Querétaro. Ahí empezó su vida laboral como maestra y también inició el camino amoroso al lado de mi papá.

A veces me platica historias de ese lugar misterioso, Pinal de Amoles, y es que hasta el nombre me suena a nostalgia. Una vez lo visité, entre montañas y, oh sí, pinos. Hay niebla la mayor parte del tiempo y cuando hay sol, quema la piel. No me resulta extraño que la gente se enamore ahí.

Me cuenta de cuando tenía que visitar la casa de algunos padres de familia para convencerlos de que mandaran al niño a la escuela y no a trabajar, de la pareja de ancianos que la hospedó, era una pareja sin hijos (no pudieron tenerlos), de la primera vez que vio una ofrenda en el Día de Muertos (“Entré a la casa y pensé: ¿quién se murió?”, me cuenta entre risas porque eso no se acostumbra en el norte) y de cómo era la interacción con los militares que cuidaban el pueblo.

En esas historias de Matamoros, siempre hay dos personas que acompañan a mi mamá: Nancy y Nico. Nancy fue compañera de la Normal y desde entonces son amigas. A Nico lo conocieron después, con un cartón de chelas en el hombro.

Nancy y Nico se casaron y desde entonces están juntos. Alguna vez Nancy Jr., hija de Nancy Sr., nos platicó que Nico puso primero los ojos en mi mamá. De haber sido así, yo no estaría aquí. Nunca hubiera funcionado, a mi mamá no le gusta presionar gente. Nancy sacó a Nico de la bebida. 

Me encanta visitarlos cuando voy a Matamoros (sí, ellos regresaron a la frontera, pues la familia de Nancy vive en el otro lado, Brownsville, y ella tiene la nacionalidad americana por su papá), son risueños y hablan fuerte, como buenos norteños. Nancy se ríe cuando viene al DF y la gente piensa que está enojada sólo porque habla fuerte. Siempre me siento bienvenida en su casa llena de tortillas de harina.

Mamá está ahora con ellos, pues Nico tuvo un problema de salud y ahora necesita terapias de por vida. “Y sólo es un año más grande que yo”, me cuenta un poco afligida. Aún no me platica a detalle cómo está Nico, cómo está Nancy, supongo que lo hará ahora que regrese de aquella ciudad de la cual huyo hace 40 años.
 
Como si no supieras que estás en la frontera. Por gs_laura

miércoles, 8 de julio de 2015

Nostalgia sureña

No sé porque siempre me enamoro de los sureños. Odio el lugarcomunesco de “los polos opuestos se atraen” (que aquí sería puntos cardinales), pero en temas del amor, tal vez ni yo lo puedo evitar.


Además de este sureño, hay otro que no sólo en tiempo pasado quise, también en tiempo presente y, seguramente, en tiempo futuro. Y es que apenas me percaté que hay personas a las que siempre vas a querer.


Basta de cursilerías, que no es mi escena.


El sureño importante en mi vida creció en el patio vacacional de la Ciudad de México. Sí, en ese estado sureño. Además, su familia defeña vive en Tlalpan, una zona tan aparte y sureña de la ciudad.


Aunque no siempre nos fue tan bien juntos, ahora somos amigos, ¿cómo no serlo después de que vimos Robotech mientras bebíamos Chocomilk? Cuando estaba con él, descubrí zonas no turísticas del Centro Histórico. Tan poco visitadas como vecindades de Plaza Loreto, edificios art decó en ruinas, escaleras secretas cerca del Franz Mayer y casonas de Santo Domingo. Y, bueno, también otras cosas aprendí con él.

¿Cómo no sucumbir a la nostalgia?

Él ahora está en el paraíso caribeño, en una comunidad hippie (me imagino yo), viviendo el sueño. A veces me pregunto: si viviéramos cerca, ¿estaríamos juntos? No lo creo, un sistema socioeconómico nos separa. “Primero tengo que cortar mis tarjetas del banco”, le contesto cuando me dice que lo visite. Aunque sí dejé que me visitara durante mis viajes laborales a Mérida.


Un poco de nostalgia por la ingenuidad perdida y por este sureño especial.

lunes, 29 de junio de 2015

Alta Fidelidad norteña

Una vez me enamoré, durísimo. Rob, el tipo de High Fidelity, me lo recuerda, siempre. 

La verdad es que nunca nos entendimos, él es un sureño con raíces familiares en Xochimilco. Estudió en la ENAP (más sureño que Ciudad Universitaria, beibi) y cuando le dije dónde vivía yo, no supo dónde señalar en el mapa del DF.


Nunca me lo dijo, pero sé que sintió terror (y fascinación) cuando escuchó la frase salir de mi boca: “mi familia es de Tamaulipas”. Cuando su primo osó contradecirme, le aclaró: “cuidado, es de Tamaulipas”.


Como buen niño de casa que se rebeló en la adolescencia, ir al sur era su sueño: vagabundear en Chiapas, desnudarse en las playas de Oaxaca y fotografiar las ruinas arqueológicas de la península yucateca. Y lo hizo, no conmigo obviamente, pues yo siempre hablaba de ir al desierto, visitar las ciudades de la frontera e ir cada vez más al norte del hemisferio.


Estábamos un poco obsesionados con los libros, la música y los libros de música. Hablábamos de eso el 90% del tiempo. De hecho, nuestra primera vez juntos fue minutos después de que le regalé la autobiografía de su banda favorita (The Clash) que le traje desde Inglaterra. Si sí lo quería…

 …bueno, él me regaló un cómic de Pulp, que aún conservo.


Éramos igual que Rob. Nos obsesionábamos al poner canciones en la rockola de aquel bar espantoso de la Glorieta de Insurgentes. Me acuerdo de su cara cuando escogí Fascination Street de The Cure: mi canción favorita de su otro grupo favorito. A ese tipo de detalles le dábamos importancia. 


Como toda relación norte-sur, al final no nos entendimos; traducción: él prefirió a una sureña. Mi condición norteña fue muy complicada para su templanza sureña. Teníamos el mismo par de tenis (los Samba de Adidas), pero él nunca los usaba y yo nunca me los quitaba. Hasta en eso éramos diferentes.

Todo eso (y más) me recuerda High Fidelity: él era Rob y yo Laura (como en la vida real). Aunque mi Rob de la vida real no escogió a la Laura norteña. Rob, el de la historia original, ahora me provoca que voltee los ojos. Es un clavado.

 El norte que nunca entedió. 

miércoles, 22 de abril de 2015

Sentir el agua

Una palabra define mis vacaciones de la infancia: playa. Mi papá era un enamorado de ella y nos contagió a mis hermanos, mamá y a mí de la misma fascinación por ese destino turístico.

Íbamos hasta dos veces al año a Acapulco. Muchas familias van a vacacionar a la playa, pero nosotros lo hacíamos diferente. A mi papá no le gustaba ir a la alberca, siempre nos decía: estamos en la playa para ¡nadar en el mar!

Con esa lógica crecí, todavía ahora en mi vida adulta, me resulta irónico que la gente vaya a un destino turístico con playa para pasársela en la alberca. En fin, mientras todos los niños del hotel chapoteaban en un pozo con agua, mi papá nos llevaba al mar.

Mis primeras lecciones acuáticas fueron en agua salada, con marea, olas, espuma y arena por todos lados. Aprendí que el mejor lugar para estar no es en la orilla, sino unos pasos más adentro, para que sólo tengas que alzar un poco la cara cuando pasa la ola y evitar el forcejeo con el mar. Aprendí que estar en constante movimiento, medio pataleando o aleteando, es bueno, pero ante la llegada de una ola, es mejor sumergirte y pasar por debajo de ella. En general, comprendí que es mejor seguir la corriente.

Bajo estas circunstancias marítimas aprendí a nadar, flotar y moverme en el agua. Nunca le tuve miedo, respeto sí: no es un temor que te paralice, sino una emoción pues comprendes la fuerza del mar y que tu cuerpo se puede mover junto con él. Por lo que nadar en una alberca me resultaba un poco aburrido, ¡pasaba nada! No había un movimiento natural al cual me tuviera que acomodar.

“Sé nadar, pero sólo lo he hecho de forma recreativa”, fue mi respuesta en mi primera sesión de natación hace unas semanas (ya saben, el cuerpo adulto me pide otra actividad para no oxidarme). Después de unos ejercicios en la alberca, mi maestra me dijo: “okei, ya vi que sí sabes nadar, ¿a qué edad aprendiste?”. Medio le platiqué mi tour por el mar y sólo me contestó: “tu papá seguramente fue un buen nadador”. 

Resulta que puedo nadar (casi) todos los estilos, hasta mariposa, yo juraba que sólo los olímpicos podían y, bueno, la más sorprendida soy yo. Pero luego pienso que más que enseñarnos a nadar, mi papá nos guió por el agua para sentirla, y ese encanto lo sigo sintiendo cuando nado… aunque sea en una alberca.

 Riviera Maya, el último mar que sentí.