martes, 28 de julio de 2015

¿Narcotráfico en Pinal de Amoles?

En su segundo año (puedes leer sobre el primero aquí), la cambiaron a otro rancho llamado Epazotes Grandes. Aquí ya no dormía en el cuarto donde daba clase, perdón, en la escuela, pues una pareja de viejitos la hospedó en su casa. La señora se llamaba Doña Refugio Gudiño Yánez o Yánez Gudiño (ya no se acuerda) y, según, eran los poderosos de ese rancho, dueños de varias parcelas. Los viejitos no tuvieron hijos, así que el derroche de comida se daba entre los invitados, como mi mamá. Recuerda con especial antojo el café que hacía la señora.

Los padres de los alumnos vivían de lo que sembraban en su tierra. Entre eso que sembraban también había mariguana que cuidaban para los narcos. Era lo que escuchaba entre pláticas y este cultivo de encargo era lo que realmente les dejaba. 

Oh sí, antes del sexenio calderonista ya había narcotráfico (aunque muchos mexicanos no supieron de su existencia hasta que la guerra contra el narco se desató). Por lo mismo, y entre otras cosas, había militares en Pinal para cuidar los ranchos y las minas. Ella recuerda a Guillermo Moreno Serrano, en ese entonces Subteniente, o al menos así le decían. 

No tiene nada que decir sobre él. Se acuerda que, por orden del Subteniente, los soldados recogían y acompañaban a cada maestro para que cobraras su quincena, es decir, lo escoltaban de la respectiva ranchería a Pinal y de regreso. Se ríe cuando me dice que también los soldados tejían sentados sobre la banqueta bajo las órdenes del Subteniente para que no se emborracharan ni cayeran en otras tentaciones. 

Ese tal Guillermo llegó a ser General y falleció hace poco. Me acuerdo que Nancy habló para decirle que leyó en el periódico sobre la muerte del Subteniente. “Él nos enseñó a disparar”, ¿a disparar?, “sí, a usar un rifle”. 
Tienes que aprender cuando vives en la sierra.

Ahora que lo reflexiono, que cotidiana puede llegar a ser la vida en la ciudad.

jueves, 23 de julio de 2015

Maestra en Pinal de Amoles

Mi mamá llegó a Querétaro desde Tamaulipas, junto con otras cuatro recién egresadas normalistas. Ahí la mandaron, ahí le tocó, no había opciones, era la condición para ser maestro.

Estuvo 2 años en Pinal de Amoles, pero no en la cabecera municipal, no corrió con tanta suerte. Primero estuvo un año en un rancho llamado Epazotitos. Ser maestra en una zona urbana era algo muy lejano, antes tenía que dar clases en una ranchería

Para llegar a Epazotitos desde Pinal tenía que caminar dos horas entre la sierra: subir el cerro y luego bajar, “me bajaba corriendo, se me hacía más fácil”. No había caminos marcados, si acaso veredas, pues circular por la zona era una actividad extraña.

Como era muy difícil llegar al lugar de trabajo, dormía en la escuela entre semana y los viernes en la tarde regresaba a Pinal. Cuando escribo la palabra escuela me refiero a un solo salón, donde se daba clases a todos los niños, de primero a sexto. En la parte posterior, había una cama, donde dormía el maestro o la maestra en turno. 

“Me aseaba y bañaba con el agua que calentaba la gente de por ahí. Cuando no había agua o ya no aguantaba, me regresaba a Pinal, aunque sabía que al día siguiente tendría que caminar 2 horas para llegar a la escuela”. Entonces dormía en el lugar donde trabajaba, en el cuarto donde daba clase y tenía su cama. “Las primeras noches no dormí, por el frío y el miedo”. 

Cuando escribo rancho o ranchería no me refiero a una granja o algo similar. Sino a la comunidad que vive más o menos cerca de la escuela (el salón/dormitorio) y la pequeña capilla, ambas construcciones son el epicentro de la ranchería. Las casas están repartidas entre la sierra, más o menos cerca, a una distancia de 20 minutos mínimo caminando entre una vivienda y otra.

Para conseguir material, tenía que insistir al supervisor  del municipio para que enviaran libros, mientras que los lápices a veces los compraba cuando iba a la ciudad de Querétaro, “si acaso íbamos una vez al mes”. Algunos niños llevaban alguna libreta toda arrugada y un pequeño morral. Si alguno quería ir a la secundaria tenía que mudarse a Querétaro. El concepto de escuela pública no aplica para todo el país. 

Mi papá, por su trabajo, tenía que visitar cada una de las rancherías de la zona. Si había camino, usaba la camioneta, si no tenía que caminar sobre veredas y caminos inexistentes entre la sierra. A veces alguien le prestaba un caballo. Qué imagen, mi papá cabalgando entre la montaña. Y uno tan pinche citadino que es.

miércoles, 15 de julio de 2015

Huida de Matamoros

Hija de una pareja divorciada (hasta en eso mi familia ha sido muy moderna, se divorciaron cuando era impensable que una pareja casada se separara), mi mamá creció en Matamoros, un lugar nada prometedor. Era (y es) una ciudad fronteriza cuya única función era (y es) ser un paso hacia el otro lado, hacia Estados Unidos. Nadie se queda en Matamoros.

El papá de mi mamá, cuya actividad profesional era ser errante, la presionó para que siempre fuera a la escuela. Un poco a regañadientes lo hizo, pues ese mismo hombre que la encaminaba, le exigía que se hiciera cargo de la casa: que lavara trastes, cocinara, trapeara y cuidara a sus 3 hermanos pequeños.

“Imagínate si me hubiera quedado en Matamoros”, de vez en cuando me recuerda. Las únicas opciones eran: casarse y tener hijos o estudiar y tal vez irse. 

Fue a la Normal de Maestros de allá, pues era la única opción de estudio para una mujer en una ciudad de la frontera durante la década de los 60 (¿el movimiento estudiantil del 68?, “allá no nos llegaban esas noticias”, me dice). En su último año, alguien de la Dirección Escolar preguntó: “¿quién quiere hacer su servicio en otra ciudad?”. Levantó la mano sin pensarlo dos veces pues representaba su boleto de salida sin regreso.

La mandaron a Pinal de Amoles, un pueblo minero de Querétaro. Ahí empezó su vida laboral como maestra y también inició el camino amoroso al lado de mi papá.

A veces me platica historias de ese lugar misterioso, Pinal de Amoles, y es que hasta el nombre me suena a nostalgia. Una vez lo visité, entre montañas y, oh sí, pinos. Hay niebla la mayor parte del tiempo y cuando hay sol, quema la piel. No me resulta extraño que la gente se enamore ahí.

Me cuenta de cuando tenía que visitar la casa de algunos padres de familia para convencerlos de que mandaran al niño a la escuela y no a trabajar, de la pareja de ancianos que la hospedó, era una pareja sin hijos (no pudieron tenerlos), de la primera vez que vio una ofrenda en el Día de Muertos (“Entré a la casa y pensé: ¿quién se murió?”, me cuenta entre risas porque eso no se acostumbra en el norte) y de cómo era la interacción con los militares que cuidaban el pueblo.

En esas historias de Matamoros, siempre hay dos personas que acompañan a mi mamá: Nancy y Nico. Nancy fue compañera de la Normal y desde entonces son amigas. A Nico lo conocieron después, con un cartón de chelas en el hombro.

Nancy y Nico se casaron y desde entonces están juntos. Alguna vez Nancy Jr., hija de Nancy Sr., nos platicó que Nico puso primero los ojos en mi mamá. De haber sido así, yo no estaría aquí. Nunca hubiera funcionado, a mi mamá no le gusta presionar gente. Nancy sacó a Nico de la bebida. 

Me encanta visitarlos cuando voy a Matamoros (sí, ellos regresaron a la frontera, pues la familia de Nancy vive en el otro lado, Brownsville, y ella tiene la nacionalidad americana por su papá), son risueños y hablan fuerte, como buenos norteños. Nancy se ríe cuando viene al DF y la gente piensa que está enojada sólo porque habla fuerte. Siempre me siento bienvenida en su casa llena de tortillas de harina.

Mamá está ahora con ellos, pues Nico tuvo un problema de salud y ahora necesita terapias de por vida. “Y sólo es un año más grande que yo”, me cuenta un poco afligida. Aún no me platica a detalle cómo está Nico, cómo está Nancy, supongo que lo hará ahora que regrese de aquella ciudad de la cual huyo hace 40 años.
 
Como si no supieras que estás en la frontera. Por gs_laura

miércoles, 8 de julio de 2015

Nostalgia sureña

No sé porque siempre me enamoro de los sureños. Odio el lugarcomunesco de “los polos opuestos se atraen” (que aquí sería puntos cardinales), pero en temas del amor, tal vez ni yo lo puedo evitar.


Además de este sureño, hay otro que no sólo en tiempo pasado quise, también en tiempo presente y, seguramente, en tiempo futuro. Y es que apenas me percaté que hay personas a las que siempre vas a querer.


Basta de cursilerías, que no es mi escena.


El sureño importante en mi vida creció en el patio vacacional de la Ciudad de México. Sí, en ese estado sureño. Además, su familia defeña vive en Tlalpan, una zona tan aparte y sureña de la ciudad.


Aunque no siempre nos fue tan bien juntos, ahora somos amigos, ¿cómo no serlo después de que vimos Robotech mientras bebíamos Chocomilk? Cuando estaba con él, descubrí zonas no turísticas del Centro Histórico. Tan poco visitadas como vecindades de Plaza Loreto, edificios art decó en ruinas, escaleras secretas cerca del Franz Mayer y casonas de Santo Domingo. Y, bueno, también otras cosas aprendí con él.

¿Cómo no sucumbir a la nostalgia?

Él ahora está en el paraíso caribeño, en una comunidad hippie (me imagino yo), viviendo el sueño. A veces me pregunto: si viviéramos cerca, ¿estaríamos juntos? No lo creo, un sistema socioeconómico nos separa. “Primero tengo que cortar mis tarjetas del banco”, le contesto cuando me dice que lo visite. Aunque sí dejé que me visitara durante mis viajes laborales a Mérida.


Un poco de nostalgia por la ingenuidad perdida y por este sureño especial.