jueves, 1 de octubre de 2015

El día que conocí San Fernando. Parte I

Estuve sólo una vez. Poco tiempo, como una hora, fue suficiente para sentir que algo se desmoronaba en San Fernando. Aunque, en ese entonces, no imaginé que sería una ciudad fosa. 

Estuve en 2009 por razones familiares, puras casualidades unieron dos acontecimientos. El azar, aunque nuestra razón lo niegue, acontece.

Cr estaba por llegar a este mundo. La esperaban un viernes pero, a pesar de las inquietudes, el doctor mandó a todos (cuñada, hermano y mamá) de regreso a casa pues todavía no era el momento adecuado para iniciar el parto.


Entonces, los viernes salía temprano del trabajo. Mi plan de alcanzarlos en el hospital no se realizó pero, como mamá no recibió nieta, me invitó a comer. Nos vimos y comimos en Polanco, nos quedamos en la zona para caminar y ver los escaparates antes de regresar a casa. Cuando llegamos, el identificador de llamadas marcaba más de 5 llamadas del mismo número, un número de Tamaulipas. Mamá lo supo de inmediato: algo había sucedido. Regresó la llamada a su hermana, quien le platicó lo que, efectivamente, había sucedido: su papá, mi abuelo, había fallecido.


No fuimos cercanas a él (aquí un poco al respecto), pero teníamos que ir. Le avisé a mi hermano (futuro papá) tratando de dejarlo lo más tranquilo posible, pues eran muchas emociones para todos (un bebé en camino y una persona que se va). 


Mamá y yo nos fuimos a la terminal del norte, donde reina el caos desde el principio de los tiempos. Ya no alcanzamos el camión directo a Matamoros, ni siquiera a Ciudad Victoria. La señorita del mostrador me mintió y dijo: pueden llegar a San Luis y de ahí salen camiones cada hora rumbo a Matamoros. Acepté la oferta, no sólo me pareció la mejor, sino la única opción. 


Mientras esperamos nuestro camión, encendí un cigarro (entonces era fumadora) y mamá fumó. Nunca lo olvidaré, no porque me parezca terrible que fume, sino porque es sorprendente cómo un suceso te puede orillar a hacer algo que nunca habías hecho. Salimos a medianoche del DF y cinco horas después llegamos a San Luis Potosí tan sólo para descubrir que justo había salido un camión rumbo a Matamoros. Le llamaron desde el mostrador para preguntar si todavía podíamos abordar, pero el chofer dijo que ya habían salido a la calle. 


La mentira de la señorita del mostrador fue tan catastrófica que esperamos alrededor de 3 horas al siguiente camión, pues no salían cada hora como me había dicho. San Luis Potosí es una especie de frontera, ahí tienes que comer, ir al baño, abastecerte de comida, poner gasolina y verificar que todo esté bien porque pasando ese punto llega el Norte: desierto, caminos rectos interminables, calor, curvas pronunciadas entre montañas, frío, zonas deshabitadas, sin lugares para orillarse, la nada.


Pero ese sábado era tan temprano que la actividad en la terminal era nula. Mientras esperamos, recibimos la llamada de mi hermano para decirnos que Cr había llegado al mundo en la madrugada. La mayor alegría en ese panorama empedrado, aunque no vislumbré el significado de tener un bebé cerca, de ser tía.

El inicio del Norte.

Aquí puedes leer la parte II del texto.

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