Una palabra define mis vacaciones de la infancia: playa. Mi
papá era un enamorado de ella y nos contagió a mis hermanos, mamá y a mí de la
misma fascinación por ese destino turístico.
Íbamos hasta dos veces al año a Acapulco. Muchas familias
van a vacacionar a la playa, pero nosotros lo hacíamos diferente. A mi papá no
le gustaba ir a la alberca, siempre nos decía: estamos en la playa para ¡nadar
en el mar!
Con esa lógica crecí, todavía ahora en mi vida adulta, me
resulta irónico que la gente vaya a un destino turístico con playa para
pasársela en la alberca. En fin, mientras todos los niños del hotel chapoteaban
en un pozo con agua, mi papá nos llevaba al mar.
Mis primeras lecciones acuáticas fueron en agua salada, con
marea, olas, espuma y arena por todos lados. Aprendí que el mejor lugar para
estar no es en la orilla, sino unos pasos más adentro, para que sólo tengas que
alzar un poco la cara cuando pasa la ola y evitar el forcejeo con el mar.
Aprendí que estar en constante movimiento, medio pataleando o aleteando, es
bueno, pero ante la llegada de una ola, es mejor sumergirte y pasar por debajo
de ella. En general, comprendí que es mejor seguir la corriente.
Bajo estas circunstancias marítimas aprendí a nadar, flotar
y moverme en el agua. Nunca le tuve miedo, respeto sí: no es un temor que te
paralice, sino una emoción pues comprendes la fuerza del mar y que tu cuerpo se
puede mover junto con él. Por lo que nadar en una alberca me resultaba un poco
aburrido, ¡pasaba nada! No había un movimiento natural al cual me tuviera que
acomodar.
“Sé nadar, pero sólo lo he hecho de forma recreativa”, fue
mi respuesta en mi primera sesión de natación hace unas semanas (ya saben, el
cuerpo adulto me pide otra actividad para no oxidarme). Después de unos
ejercicios en la alberca, mi maestra me dijo: “okei, ya vi que sí sabes nadar,
¿a qué edad aprendiste?”. Medio le platiqué mi tour por el mar y sólo me
contestó: “tu papá seguramente fue un buen nadador”.
Resulta que puedo nadar (casi) todos los estilos, hasta
mariposa, yo juraba que sólo los olímpicos podían y, bueno, la más sorprendida
soy yo. Pero luego pienso que más que enseñarnos a nadar, mi papá nos guió por
el agua para sentirla, y ese encanto lo sigo sintiendo cuando nado… aunque sea
en una alberca.
Riviera
Maya, el último mar que sentí.