Después de este recorrido por la naturaleza, hicimos escala
en el rancho para recoger atole y tamales preparados por la mamá de Nch (esposo
de tía M). Como no quisimos quedarnos a dormir, mamá, tía M y yo emprendimos el
camino de regreso a Cd. Victoria, un camino que, gracias a una reciente
autopista entre las montañas, se hace en una hora.
Ya casi oscurecía, hecho que en Tamaulipas significa:
guardarse. Pero pensamos que podíamos llegar a buena hora a Victoria. Mi
tía M manejaba, yo de copiloto y mi mamá vivía la tranquilidad de ser pasajera
(I like the peace in the backseat). Los levantamientos en el estado se han
extendido, no sabemos cuánta gente es enterrada sin nombre, muerta sin duelo,
desaparecida a la fuerza. Simplemente no lo sabemos.
Llegamos a la desviación. Tía dio la vuelta para tomar el
camino hacia Victoria, pero se orilló demasiado. Cuando sentí el movimiento
extra, volteé para tratar de identificar porqué había dado la vuelta tan
abierta. Escuché que dijo: ay Y. A un costado, vi un carro y alcancé a ver al
copiloto con un arma apuntando al cielo. Nos detuvimos en la orilla, dos de los
tres hombres se bajaron, se pararon a un lado de la camioneta y nos dijeron que
nos bajáramos. No dudé en quitarme el cinturón, desabrochar el cinturón a tía y
decirle que bajara, no dudé en abrir la puerta, bajarme, abrir la puerta de
atrás, ayudar a mi mamá a bajar y cerrar la puerta. Dejé a mi mamá parada y me
acerqué a la ventana del copiloto para escuchar a mi tía, quien ya se había
bajado también, decir: llévatela, ahí está, llévate la camioneta.
Recuerdo ver hacia la vegetación a orilla del camino y
preguntarme: ¿si corro y me escondo? Pero no podía irme sola. Cuando uno de
ellos se llevó la camioneta, recuerdo que sólo pensé: si nos van a matar, que
sea a las tres; si nos van a levantar, que sea a las tres; la idea de
separarnos me pareció la peor opción. Vi el cielo azul oscuro lleno de
estrellas, al menos quería tener una imagen sublime en mi cabeza.
Estábamos las tres paradas, lo más cerca una de la otra,
apenas alumbradas por la luz del carro. El copiloto ya se había subido al
coche. Todos nos vamos a morir algún día, pero no quería que ese día fuera ese
día, y no lo fue. El copiloto nos preguntó: ¿a dónde iban? No supe si contestar
pero lo hice: a Victoria; “súbanse, las llevamos”; y lo único que pude
articular fue un no, gracias. Le dije gracias a ese hombre que no sé qué lo
orilló a cometer ese tipo de acciones. Le dije gracias porque así fue como me
criaron. Ante la negativa, aceleraron hasta que los focos rojos del coche
desaparecieron.
Nos quedamos a un costado del camino y, entonces, sentí
miedo. Todo pasó en menos de 5 minutos que no tienes tiempo de nombrar los
sentimientos, pero en ese momento sentí el miedo: ¿qué tal si regresaban, si
llegaban otros, si los coyotes bajaban de la montaña, si teníamos que caminar,
si pasábamos la noche en la carretera? Un camión de pasajeros pasó, tía le hizo
señas para que se detuviera, el chofer nos vio, pero no lo hizo. No lo culpó,
no sé si yo hubiera hecho algo diferente. Mamá, entre lo fugaz del momento,
confundió su bolsa con la bolsa del atole, al menos teníamos eso. Recordé que
alcancé a tomar mi bolsa, en ella estaba mi celular. Le marqué a mi querida
prima V, traté de hablar lo más calmada posible para decirle que estábamos
bien, pero algo había pasado. En lo que llegaron por nosotras, sólo nos quedó
esperar en la oscuridad y vi el cielo oscuro, y no fue la última vez que lo
vi.
Apenas empieza a ponerse el sol y la oscuridad llega.