viernes, 4 de marzo de 2016

Algodón en la frontera. Decadencia

Con el desperdicio de las semillas y cáscaras se hacían montañas. Las subían, Y, su hermano y primos, gracias a los costales colocados a un lado. Una vez en la cima, descendían como si fuera una resbaladilla. ¿No les daba miedo? “No, las cáscaras son como una almohada, te hundías como en una nube para salir de ella y subir de nuevo a la montaña”.

(La primera parte del post la puedes leer aquí).

Ese esplendor del algodón Y lo recuerda con alegría. Además de la resbaladilla en la montaña de semillas, anduvieron en bici y patín del diablo, corretearon vacas, treparon y se columpiaron de los árboles. Desde la ventana de su cuarto, Y vio cómo la gallina defendía a sus pollos cada vez que un gavilán se acercaba, vio hasta que el abuelo construyó un gallinero. 

También, ella y los otros niños, saltaban la tímida barda de púas para ingresar al terreno de al lado, donde jugaban baseball los trabajadores de una compañía del gobierno. Cuando Y me cuenta esto, se ríe, se divirtió mucho en ese preciso momento de su infancia. Después vino el abrupto paso a la realidad adulta.

Lo último bueno que Y recuerda es el nacimiento de M, la menor de todos. Después de la llegada de su hermana, no recuerda nada hasta el divorcio de sus papás: “dicen que no te acuerdas de lo malo, que lo bloqueas”, tal vez eso le pasó. Sólo recuerda las peleas de los abuelos cuando le pregunto expresamente por eso o cuando una situación presente similar le activa esos recuerdos.

Las pacas descansaban en la extensa banqueta, ahí esperaban a que un camión llegara por ellas y las llevara lejos, a Estados Unidos, a veces Europa. La algodonera era de Algodones Universales. El dueño era Benito Longoria, un tejano muy alto. El abuelo era su asistente, hacía de todo, desde chofer hasta depositar el dinero en el banco. Guardaba el dinero en bolsas de papel kraft y cruzaba el puente.

Río Bravo o Río Grande.

Abuelo fue una persona de la frontera que nunca quiso sacar pasaporte ni visa porque, según su sabiduría, no los necesitaba. En parte tenía razón, en ese entonces no pedían papeles para cruzar alguno de los dos puentes que existían. Se podía ir y venir, entre Matamoros y Brownsville, sin tanto alboroto.

Un día la compañía cerró. Llegó la decadencia del algodón. Los dueños vendieron la algodonera y se convirtió en un terreno más sin ser habitado. Justo antes de que la familia se mudara, nació M. Los abuelos se fueron al hospital y dejaron solos a Y y a sus hermanos. En esa noche, sólo una luz se veía por la ventana, era el velador que se acercaba para ver que estuvieran bien. Después, se mudaron a una casa de madera en una colonia fea.

Los dueños también vendieron las camionetas y los coches que guardaban en las bodegas. Como el abuelo se quedó sin trabajo, abrieron una fonda y la abuela cocinaba. Empezaron a tener problemas y llegó el divorcio (aquí puedes leer sobre eso), el forzado paso a dejar la infancia.

Tanto ha cambiado que nunca he visto un campo de algodón en la zona, ni una algodonera. Ese blanco nunca se ha atravesado en mi vista. Hace poco me preguntaron cómo era Ciudad Victoria, contesté “como las otras ciudades del norte”. Pero Matamoros es aparte, es frontera. El río ya no es caudaloso, pero sigue enrejado. La Sexta, una de las calles principales, estaba toda pintada de blanco. Ahora hay súpers donde antes había campos de algodón.

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