domingo, 4 de octubre de 2015

El día que conocí San Fernando. Parte II

Al fin llegó nuestro anhelado camión (la primera parte la puedes leer aquí). Abordamos con la esperanza de que en menos de 10 horas estaríamos en Matamoros. Pero nos habían mentido de nuevo: un camión que va puebleando hace más de 10 horas.


Nunca había recorrido Tamaulipas de esa manera. Pasamos por poblados que ni mamá había escuchado. Gente subía, gente bajaba, vendedores subían con comida y los pasajeros bajábamos en los retenes (aquí puedes leer más sobre los retenes en Tamaulipas) para seguir la rutina militar.


El camión tenía tele. Nunca vi tantas películas de serie B. Recuerdo una donde una niña tenía como mascota a un hijo del monstruo del lago Ness en su bañera. Nos hicimos amigas de una señora que también tenía que llegar a Matamoros. Mis tías hablaban una y otra vez al teléfono celular para peguntarnos por dónde íbamos, como si supiera esas respuestas en el desierto, pero esa señora amiga conocía todas las respuestas. Ella me fue nombrando cada uno de los poblados, hasta que dijo: vamos a entrar a San Fernando.


Decir esa frase en ese entonces todavía no era sinónimo de terror (como ya lo es en este post), pero sí de su precuela: la desolación. El camión se desvió de la carretera principal por un camino todavía más angosto. Sólo recuerdo el polvo y el color amarillo, nada de vegetación, si acaso una que otra mancha verde-café detenida en el suelo. Nunca olvido las bancas de cemento con un pequeño techo a un costado del camino, y menos olvido a las personas sentadas en ellas, provenientes de poblados todavía más pequeños y alejados, esperando a que pase el camión a una hora aproximada.

 Banca de cemento.


Desde que soy pequeña voy a Tamaulipas y nunca habíamos parado en esa ciudad. No teníamos razón para hacerlo, sabíamos que era zona prohibida, donde no había nada.

Llegamos a la terminal de San Fernando y esperamos. Los choferes bajaron, lo consideré una buena oportunidad para fumar. Veía a mi alrededor y nunca vi una sola sonrisa, aunque tampoco había mucha gente. Un ambiente tan extraño, tan vacío. Fuimos el único camión en llegar, ninguno llegaba, todos se iban. Apenas 3 o 4 cajones para que se estacionen los camiones, una tiendita con comida chatarra, una gran puerta de cristal para ver hacia dentro de la pequeña terminal y no hay más. Llegó el momento de partir, subí y le dije a mamá: se siente perdido aquí.


Desde ese punto, el camino fue más rápido o tal vez avanzamos para dejar pronto esa zona. Salimos y, unas horas después, al fin llegamos a Matamoros para velar y enterrar al papá de mi mamá.


Nota: en ese funeral, vi por segunda vez a mi abuela (aquí puedes leer al respecto).

No hay comentarios:

Publicar un comentario