domingo, 31 de enero de 2016

Carta de amor a Ciudad Monstruo 2/2

No me gusta esa tendencia de reducir el DF a algo, que si la Condesa, que si el nuevo Polanco, que sólo el sur vale o cómo el New York Times que lo nombró el lugar número uno para visitar durante el 2016 por, precisamente, sus partes más aburridas.

No entiendo a la gente que, siendo defeños, no salen de su colonia. Crecí en la Industrial y estudié en Mixcoac, después por la universidad me fui a Santa Fe, ahí vi cómo levantaban un edificio cada semana, cómo transformaban el espacio. Creo que ahí empezó mi gusto por leer las construcciones del DF (sí, los edificios se leen por su forma, materiales, ubicación, detalles, etc.). He trabajado en el Centro y en la Roma, también.

Ahora la otra universidad me quiere empujar a hacerme sureña, aunque todavía me resisto. Ayer caminaba sobre Miguel Ángel de Quevedo y me sentí extraña, no conocía a nadie y nadie me conocía, pensé: si caminara en Roldán, en la Merced, todos me saludarían. Así que no soy de un lugar en especial del DF, siempre me ha gustado dar la vuelta.

(Aquí puedes leer la primera parte de la carta).

Nunca había sentido orgullo de vivir (y sobrevivir) en el DF. No hasta que dejé de andar en coche hace siete años, más o menos. Fue mi decisión no manejar más, harta de ser tráfico y gastar dinero en una máquina que sólo me encapsulaba, la abandoné. No tuve que ir a Ámsterdam para darme cuenta que otro modo de vida es posible.

Además de usar el metro y metrobús (y la bici cuando me siento valiente), empecé a caminar la ciudad, MI ciudad. Una acción antigua en la escala de tiempo evolutivo me trajo un estado feliz, me hizo sentir parte de este espacio que habito. Así conocí realmente mi ciudad, ahora Ciudad de México oficialmente. A veces me preguntan cómo conozco tanto lugares y personas, la respuesta es una: sólo camino. Caminarla, tomarle fotos (aquí las publicoy conocerla es mi carta de amor permanente a esa ciudad monstruo que me bautizó.

Hace poco, en un día despejado, subimos a la azotea del edificio donde vivo para ver los volcanes. Vi a mi ciudad rodeada de montañas y pensé: aunque ya no existan los lagos, se la rifaron los primeros habitantes de Tenochtitlan.

Desde entonces ha cambiado de nombre varias veces, le podrán poner otro y llamarla de diferente modo, pero no importa, es MI ciudad que, sin importar el lugar del mundo donde esté, la llevó tatuada en cada paso que doy.



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